Alargar la mano, tocando aquello que anhelabas. Tus sueños, tus ansias, delante tuyo. Sientes el tacto, oyes, hueles, lo sientes, lo tienes. Flotas en medio de la nada en la que estabas desde hacía tiempo, pero ha cambiado el color. La textura. Se ha tornado a verde. Un verde oscuro, pero muy tuyo. Motitas de polvo que se levantan brillan como estrellas al reflejar los pequeños rayos de sol que entran. Todo sigue igual, pero algo ha cambiado. Ha cambiado, por supuesto. Lo tienes entre los dedos. No olvidas que sigues en la nada, desde luego. Pero es una nada mucho menos sombría. Porque lo respiras, te alimentas de ese sueño. Un nuevo cordón umbilical que te acerca a una nueva vida. Sigues flotando en la nada, pero durante milésimas de segundo al día, no importa dónde te encuentras. Da igual estar a la deriva. Porque has encontrado ese filón. Un filón que es capaz de dar calor, de dar luz. Que es capaz, quizás no de derretir todo el hielo del interior, pero sí de dejarlo profundamente enterrado. Enterrado bajo varias capas de tierra. E incluso deja de importarte que ese hielo se encuentre ahí adormeciendo tus miembros, porque de esa nueva tierra se respira vida.
Pero a ratos... a ratos... se me escapa esa luz de las manos... y pese a todo el esfuerzo que cuesta enterrar el hielo, conectarme a ese cordón, respirar, tocar, implicarme realmente con la realidad... el hielo es capaz de resurgir en un solo segundo arruinando lo que encuentra a su paso. Ese sueño deja de ser realidad... se difumina... y simplemente, parece que fuera un sueño... que no tuviera derecho a tocarlo y a vivir en él...