Siempre quieta y a la vez tan cambiante... gran cuna de vida y muerte...
Es ella a quien nos empeñamos en destruir. De quien cogemos todo aquello que creemos necesario, y a quien damos la espalda. Nos creemos grandes independientes. Nosotros, que caminamos erguidos, hemos olvidado que venimos del suelo, de la tierra. Demasiada prisa por elevar la vista hacia el cielo.
Sin embargo, somos nosotros los que después de tanto, acabamos volviendo a ella para volcarnos, para vaciarnos y volver a sentirnos llenos. Somos nosotros quienes buscamos segundos de nuestro tiempo para llegar, y con un último aliento, absorber todo aquello de lo que nosotros carecemos.
Somos nosotros los que necesitamos de tus murmullos para calmar nuestros gritos silenciados. Sonido de olas, viento entre los árboles, gotas de lluvia que caen en los charcos... es increible lo que puede llegar a sosegarnos...
Pero cuando nos sentimos llenos. Cuando se calmaron los gritos de nuestro interior. Cuando parece que finalmente hemos dejado a un lado todo aquello que nos pesaba... cuando tenemos más fuerza para mover montañas...
es cuando volvemos
de nuevo
a darnos la vuelta y a mirar hacia otro lado.
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